Lo sé... suspendí...diré en mi defensa que en ese examen, aunque hubiese estudiado mucho más, no hubiese podido hacer nada. No fui a las suficientes clases de esa mujer (a la que odio con pasión).
Por suerte, ya lo arreglaré con morfología.
Hoy tampoco me veo con ánimo de escribir aquí mis miserias, así que vuelvo a recurrior a la táctica de pegar trozos de historias mias sueltas.
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“Pero que putada… ¡A la derecha, dijo el muy hijo de puta!”
Pensó Adolf, dando otro giro, flotando sobre aquella nube rosada con forma de corazón que comenzaba a sacarle de quicio.
Cuando uno se muere y, por lo general, ha procurado llevar una vida llena de maldad e insidia, por lo menos se espera que la nube sobre la que su alma se aparezca tenga forma de calavera… Que poca decencia.
Tras una vida de cerca de cincuenta y tres años consagrada al mal y a la conquista mundial, había muerto por un simple accidente de tráfico.
¡Cómo se reirían de él en el infierno!
Y lo que era aún peor, parecía ser que no estaba en él. De momento, lo único que le permitía ver su miopía galopante era un cúmulo rosado y esponjoso a centímetros bajo él. Buscó a tientas con esa mano en forma de garra típica de los grandes genios del crimen entre la nube más cercana sus gafas con montura de plata y grandes cristales graduados que hacían parecer sus ojos dos diminutos puntos brillantes en el fondo de las amoratadas cuencas.
Al llevárselas al fin al rostro pudo constatar lo que creía.
Sí, la puñetera nube tenía forma de corazón.
Y sí, al parecer, estaba flotando a la deriva sobre un mar rosado y esponjoso, con una temperatura agradable, ni muy fría, ni muy cálida.
Mierda, estaba en el cielo.
Se enderezó, emprendiéndola a bastonazos (Un bastón con un emblema de águila bicéfala cuyos (cuatro) ojos eran sangrientos rubíes encendidos… “Tipical evil”, como no) contra la nube-corazón hasta reducirla a virutas que, para su profunda desilusión, tomaron forma de conejitos.
Comenzó a dar torpes brazadas por aquella atmósfera perfumada, dispuesto a presentar una reclamación ¿Qué clase de ángel deficiente mental había sido capaz de cometer un error en el registro precisamente con ÉL?
Pero se iba a enterar, oh sí, cuando él llegara hasta aquella puerta de oro resplandeciente que se divisaba al final de esa nube…
La puerta debería haberle impresionado, con sus quince metros de altura y barrotes de oro macizo esculpidos con infinidad de hermosas representaciones de ángeles con arpas y túnicas, no obstante y a pesar de estar bien muerto, la mala leche aún fluía por su decrépito ectoplasma y la vena del fantasmal cuello había alcanzado un volumen que hacía a los angelicales transeúntes apartarse de su paso temiendo la inminente explosión.
Llegó a una especie de mostrador en la que un hombre con una larga barba plateada y una túnica blanca le sonreía con condescendencia.
-Bienvenido al paraíso ¿Qué le sucede, hermano?
-¿Cómo que qué sucede? ¿¡QUE QUÉ SUCEDE?! ¡Míreme! ¿Tengo pinta de Teresa de Calcuta?
Espetó, llenando de perdigones de saliva al paciente angelote.
-Oiga, siento que haya tenido una mala muerte, pero…
Adolf había comenzado a quitarse la chaqueta y ponérsela por la cabeza, a manera de velo de la virgen, a quitarse las gafas y la dentadura, dejándole la boca laxa y flácida, con el labio superior con un cierto aire simiesco.
-¿Me pfadezco, eh? Podfque yfo difia que nof…*
El hombre, en cuya plaquita dorada sobre el pecho se podía leer “San Pedro”, se colocó bien las gafas con el dedo índice y una ceja alzada en signo de irritación. La vena del cuello de Adolf no era la única que se estaba hinchando.
-Mira, viejo de los cojones ¿Te crees que lo tuyo es malo? Yo llevo aquí desde los albores de los tiempos controlando a todo fiambre que haya palmado alguna vez sobre esta jodida tierra. Sin vacaciones, sin Navidad, sin aumento… Y sin hablar de la decoración del entorno laboral… Y no sabes qué clase de cosas tengo que aguantar, como las típicas preguntitas de “¿Aquí los domingos se va a misa? Porque estoy hasta los huevos” o “¿Aquí se folla?”, que suele ser la favorita de las monjas de clausura…
Adolf le miró, aunque realmente, con las gafas en las manos, llenándose de saliva en su proximidad a su dentadura postiza, sólo podía apreciar un borrón tornándose cada vez más rojo. Tenía la extraña sensación de que, con todo lo que su madre le había regañado de adolescente, el bando del mal tampoco había sido una tan terrible elección…
Se quitó la chaqueta de la cabeza en signo de respeto al apóstol, o quizás por compasión.
-Verá, es que yo soy del mal…
-Pues su nombre viene en la lista… serán cosas de su abogado…
Masculló San Pedro, carraspeando y haciendo como que ordenaba el listado de entrada, disimulando su momentánea pérdida de control.
-¿Abogado?
Repitió Adolf, sintiéndose desfallecer. Incluso entre los de su bando tenían mala fama. Empezaba a intuir de donde provenían los problemas con el envío de su alma…
Una vez tuvo uno especialmente inútil en vida…
Lo mandó escaldar en aceite hirviendo.
San Pedro chasqueó los dedos sin mirar hacia la fila de querubines rechonchos, y uno con una cara que recordaba vagamente a un bulldog (papada sobre papada y arruga grasienta sobre arruga) se acercó.
-Oye, Michelín, ve a buscar a Harold, hay una queja con este… ¿Adolf Mason?
El anciano asintió afablemente por primera vez en muchos años, mientras se colocaba bien la dentadura y limpiaba la saliva de los cristales. Tenía la impresión de que el bueno de Pedro era un enemigo temible cuando le hinchaban las pelotas, y a día de hoy, llevaban inflándoselas milenios…
El querubín se marchó, sin parecer demasiado ofendido por el apelativo cariñoso que le había dado el portero celestial. La costumbre, supuso.
En seguida llegó un hombre vestido con una túnica blanca y un libro de derecho bajo el brazo. Su cara era agradable, como la de los profesores de literatura que realmente creen que a los niños les interesa lo que están diciendo, como si tuvieran alguna suerte de traba mental que les impidiera apreciar que la mirada atenta de los chicos y las risas ahogados provienen no de sus chistes y sus lecciones, sino de que se ha dejado la bragueta abierta al volver del baño y ese día lleva los calzoncillos de Bob Esponja que su hija le regaló por navidad, con lo cual, hay un gran ojo azul y risueño echando una ojeada al mundo exterior desde su licenciado paquete.
Y Adolf odiaba con todas sus fuerza a ese tipo de individuos que rezumaban bondad por cada uno de sus cuidados poros.
-Adolf ¿No? Un placer conocerle, estudié mucho su caso.
El anciano bufó, conteniéndose para no sacudirle un bastonazo.
-No lo bastante, al parecer…
Harold pareció quedarse algo confuso con la respuesta.
-¿Perdone?
El anciano dio un paso atrás y extendió los brazos para que el chico pudiera verle bien de arribo abajo. Su traje negro a rayas, su cabello gris ralo, sus ojos disminuidos por las gafas, sus dientes amarillentos y desordenados, sus manos garrudas y por último, su inconmensurable mirada de desprecio.
-… ¿El accidente le ha desfigurado?
Preguntó, tímidamente el ángel licenciado.
-Yo diría que ya era feo de antes.
Sugirió el querubín Bulldog desde la fila india de secretarios alados y desnudos. Bueno, realmente, Adolf no distinguía si tenían una de esas sabanitas que les ponían en los cuadros renacentistas, pero desde luego, no la necesitaban, pues la barriga les hacía de taparrabos natural.
-Gracias por la aclaración, sí, mi problema no es la cara…
Contestó con toda la agresividad que pudo cargar en sus palabras, lanzando una mirada incendiaria a “Bulldog”.
-¿Entonces?...
Harold se puso a rebuscar insistentemente en una carpeta con una fotografía de tres gatitos metidos en una cesta en un campo de margaritas que había sacado de la túnica inmaculada.
-Sí, usted es justo quien yo creía… Adolf Mason… Un mal giro en aquella carretera ¿No?
Comentó, con una sonrisa entre amable y nerviosa que se borró al instante de su cara al comprobar la mirada de odio profundo que su cliente le dirigía. Captó una nota mental desde su instinto de supervivencia, algo absurdo, dado que estaba muerto. Mejor no bromear con la muerte de los recién llegados. Era como los cuernos, mejor no tocárselos a uno mucho hasta que lo tuvieran asumido.
-Su caso fue difícil, sin embargo, conseguí con mucho esfuerzo que lo absolvieran.
Declaró, sonriente y orgulloso de sus acciones.
Lo cual hizo definitivamente que Adolf estallara.
-¡Oye, subnormal profundo ¿Cómo se te ocurrió meterme a mí aquí?! ¡Porque no sé si has confundido mi expediente con el de Al Gore o algo, pero tengo el infierno ganado a pulso!
Le señaló con el bastón a escasos centímetros de la nariz de Harold, quién dejó caer la carpeta al suelo nebuloso, algo intimidado.
-S-sí que lo vi, aunque pensé que usted se alegraría de que pasaran por alto sus errores de juventud…
-¿Errores de juventud? ¡Mandé construir un laboratorio secreto en una isla con una roca en forma de calavera! Eso no es un error, de juventud, es un proyecto de futuro, que, además, fue con cuarenta y siete años…
Se detuvo a coger aire, costumbre de sus pulmones de cuando aún vivía, allá por los diez o quince minutos antes… ¿Qué clase de inepto bobalicón le habían endosado como abogado?
- Es que… sus amigos siempre dijeron de usted que tenía un espíritu juvenil y a veces, era un poco inmaduro… así que sugerí juzgarlo como a un menor de edad…
Se hizo un silencio sepulcral en la antesala del cielo, con la notable excepción de la dentadura postiza de Adolf, que se coló entre dos nubes rosadas con un sonido de “¡Chup!” apagado.
Uno de los querubines se apresuró a recogerla antes de que cayera a la tierra y le partiera la cabeza a algún inocente.
-¿Qué tú qué?
Preguntó, con un habla algo pastosa por la falta de dientes, mientras el querubín le tendía, temeroso, la dentadura.
-Yo pensé que…
-Pensaste, pensaste… ¡Y una mierda! ¡De todos los ángeles agresivos y vengadores que hay aquí me tenías que defender tú! ¡No podía ser Uriel, el de la espada en llamas y la mala uva, no!
Todos los presentes allí se volvieron hacia Adolf y Harold, con una mirada interrogante y curiosa, preguntándose interiormente si esos pollos se montaban a menudo allí arriba. Quizás eran espectáculos preparados, como en Port aventura y Disneyland.
-Bueno, estoy seguro de que no lo pasará tan mal aquí arriba…
-Oh, no, eso sí que no. Aquí no me quedo ni de coña…
Comenzó a retroceder, con cuidado, hasta palpar con la suela de sus caros y brillantes zapatos negros que ya no había más nube tras de sí.
-Estese ahí, justoooo aaaahíííí… No deee un pasooo mássss…
Susurró Harold, con las manos extendidas hacia él, como si fuera un terrorista armado y peligroso apuntándole a la entrepierna. Adolf sonrió. Puede que hubiera encontrado una salida más rápida a su estado actual que la que le ofrecían aquella panda de santurrones.
Total, había dejado un par de asuntos pendientes antes de que aquel estúpido GPS le indicara girar a la derecha junto a una curva peligrosa mientras él buscaba la patilla de las gafas que acababan de desprenderse sobre su regazo. Además ¿No decían que nunca era tarde?
Sí, aún podría hacer algo con ese proyecto de conquista mundial que había estado incubando.
Ante aquella multitud en espera, Adolf Mason hizo un corte de mangas con una mueca macabra por sonrisa, antes de dar un paso más hacia atrás y caer en picado desde lo más alto del cielo y desaparecer de sus vistas.
Todo volvió a quedar en silencio, hasta que San Pedro levantó la vista, pudo deducir lo que había pasado y resumir la impresión general de todos en una frase histórica y sabia a la vez.
-¡Oh, venga, otro, No me jodas, Harold! ¡No-me-jodas!
sábado, 5 de septiembre de 2009
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